miércoles, 20 de febrero de 2019

La fuerza de los espíritus: Pueblos indígenas en resistencia




Por: Märä Reyo  
DECEMBER 5, 2018



DECEMBER 5, 2018ETNIAS
El Amazonas está bajo asedio. La minería, la explotación forestal, la industria papelera, la agricultura, la generación de energía, el comercio de especies y la ganadería fagocitan la mayor extensión de selva del planeta. Las amenazas suceden en la totalidad de los países de la inmensa cuenca; la diversidad cultural y genética son embestidas por todos los frentes. Los cambios políticos en los países de la cuenca amazónica, las crecientes exigencias del mercado capitalista mundial y la fragilidad de las economías locales aparecen como las causas inmediatas del violento avance que podrían significar el asalto final a la selva y la más infalible sentencia a la continuidad de la vida en la Tierra
Por siglos, la Amazonía ha permanecido entre las vastas áreas interiores del subcontinente suramericano en que las empresas de la colonización, fundamentalmente española y portuguesa, no pudieron prosperar. A pesar de que los europeos conocieron el río que da nombre a la cuenca hacia 1542, cuando Francisco de Orellana peinó sus aguas hasta la isla de Marajó en su desembocadura, sólo lograron fundar asentamientos permanentes en la periferia de la región y a orillas de los grandes ríos como el Orinoco y el Amazonas. Esos asentamientos no fueron grandes concentraciones humanas hasta por lo menos el siglo XIX, cuando la explotación del caucho permitió la consolidación de ciudades como Manaus. La llegada de los Borbones al trono de Madrid en 1700 se tradujo en un interés renovado de la Corona por América, y en exploraciones y nuevas fundaciones en la región a lo largo del siglo que, sin embargo, no lograron la prosperidad ni el propósito de repoblar y someter a las poblaciones originarias.
Hoy, cuando algunos países amazónicos (Brasil, Ecuador, Venezuela y otros) se encuentran en una situación económica desventajosa después de haber vivido en la primera década del milenio un extraordinario período de bonanza debido al crecimiento de la demanda china de materias primas, el Amazonas aparece como la zona al margen de los circuitos centrales de acumulación de capital que puede resolver la crisis de acumulación, en tanto área rica en “recursos naturales” y “espacio deshabitado” sobre el cual cargar los costos de los procesos extractivos. Nunca como ahora el Amazonas mereció la consideración de zona de sacrificio.

Los cambios de régimen y la redención por el extractivismo “democrático”
La cotización internacional del oro ha crecido dramáticamente desde 2008. Los gobiernos suramericanos vieron en esa subida el momento oportuno para ordenar o intensificar su explotación, al tiempo que la actividad ilegal avizoró la posibilidad de alcanzar un mayor rendimiento en la extracción artesanal y consecuentemente un aliciente para la explotación de los yacimientos ubicados en extensiones escasamente vigiladas, como el Amazonas. En ese año, el presidente Chávez anunció la creación del Arco Minero del Orinoco, como indicio de la importancia que se esperaba el metal habría de ir adquiriendo. A la muerte del mandatario, Venezuela entra en un período de recesión que estorba la distribución de la renta petrolera; el precio del petróleo toca mínimos históricos y una fracción del contingente humano pauperizado incursiona en la minería al sur del río Orinoco y en otras regiones del país: la minería se presenta como la alternativa a la migración fuera de las fronteras, ofrece ganancias relativamente altas y permite que las familias no se separen por mucho tiempo. La minería metálica y de piedras preciosas posee un historial considerable en Venezuela, mas lo novedoso del proceso actual es la forma que ha asumido la explotación, a menudo sin experiencia y movida por el imperativo de sobrevivir.
El auge minero informal en el sur y el oriente de Venezuela presiona a las poblaciones autóctonas y a los ecosistemas que habitan, al punto de que algunas comunidades indígenas se ven forzadas a practicar formas de apropiación económica que atentan contra el medio y contra la propia reproducción cultural para que no sean otros los beneficiarios de una actividad tan lucrativa como agresiva. A los actores habituales se añaden las compañías transnacionales que entran so pretexto de racionalizar la explotación, aunque el gobierno tenga que hacer malabares con las leyes para favorecer sus intereses y los de sus socios. Es como si el gobierno venezolano tomara como divisa aquella falacia que espetara el exjefe de gobierno español, Mariano Rajoy, en medio de la tentativa secesionista catalana: “Lo que es legal es democrático”. Se les escapa que, por ejemplo, el régimen del Apartheid era legal, pero que sería osado especular que haya hecho justicia a mayoría alguna, como no fuera a las grandes masas de dinero de los surafricanos blancos más acaudalados.
En el extremo occidental de la Amazonía, la “democracia” no parece andar mejor. La Constitución ecuatoriana es celebrada por incluir capítulos dedicados a los derechos colectivos de indígenas y afrodescendientes y del medioambiente. En línea con esto, el expresidente Correa había propuesto a la comunidad internacional pagar a Ecuador una indemnización de 3.600 millones de dólares para suspender la extracción de crudo del campo ITT, que comprende una porción del Parque Nacional Yasuní, en el oriente del país, mas debido al fracaso de la iniciativa tuvo que procederse a la explotación del campo petrolero con la promesa de afectar menos de 0,1% de la reserva de biosfera. Recientemente, el gobierno ecuatoriano se ha propuesto elevar la producción del ITT en 49% a pesar de las protestas en Quito y movilizaciones de los indígenas amazónicos que piden se detenga la explotación en el sector Ishpingo, en el que hay evidencia de la existencia de dos pueblos que han permanecido en aislamiento desde el inicio de la colonización española.

Jair Bolsonaro llega a la presidencia de Brasil asegurando que dará vuelta atrás a la protección legal del Amazonas, abrirá la región a la minería y dará carta blanca a la sustitución del bosque tropical para permitir la expansión de la frontera agrícola y ganadera, en el momento en el que el país enfrenta un prolongado estancamiento económico que presiona la ampliación de la superficie dedicada al cultivo y el pastoreo para aumentar las exportaciones de soya y cárnicos, principalmente a la Unión Europea. Bolsonaro es un negacionista del cambio climático: para él no es más que parafernalia ecologista y esa opinión le ha ganado las simpatías de otro negacionista, racista, obtuso y conservador como Donald Trump. La imagen que de Bolsonaro han construido los medios es la de una anomalía de la democracia; el de un desadaptado al que la democracia pone en el gobierno mofándose de ella. Las ofertas descomedidas que sedujeron con fuerza al electorado brasileño pueden parecer una ruptura con el Estado de justicia y con una administración racional, pero de hecho el antecesor de Bolsonaro ya estaba allanando el camino para ello.
En julio de 2017, el entonces presidente Michel Temer firmó un decreto que pretendía desalojar a las comunidades indígenas que ocuparan territorios no demarcados para la promulgación de la Constitución de 1988. La decisión de Temer en algunos casos sólo venía a otorgar formalidad a las ocupaciones de facto por empresarios del agronegocio, particularmente en el sur y el Mato Grosso. Temer estaba a las puertas de un juicio parlamentario por corrupción y buscaba ganarse el favor de la bancada ruralista, representante del sector más importante de la economía brasileña. Ya en esta administración se perfilaba que la única solución considerada por la dirigencia del país era la ampliación del negocio agrícola-ganadero, aun a costa de los bosques primarios y de la reducción de los derechos de las mayorías pobres y de las minorías indígenas. Las propuestas electorales de Bolsonaro son sólo la ratificación de aquella sentencia. El agronegocio, pero también la minería, conducirán el destino de Brasil y los efectos pueden ser deplorables o letalmente pesimistas para la humanidad y para los pueblos indígenas.


Aún viven los hombres de la yuca y las diosas del maíz nunca se fueron
Unos soles antes del día de los muertos, una fecha que por motivos astronómicos coinciden en celebrar culturas de toda la Tierra, conocí a Gloria Epieyu Jusayú, una productora y realizadora audiovisual de la etnia waiú  e hija de Miguel Ángel Jusayú, un afamado humanista, narrador, lexicógrafo y compilador de las creaciones verbales de los nativos de la Guajira. Jusayú fue el escritor de una prolífica obra en estas materias, aunque fue invidente de nacimiento. Entre los waiú (como él prefería escribir el etnónimo de su gente) Jusayú es recordado como una autoridad lingüística y moral, además de un ejemplo de perseverancia e integración entre el arraigo por la tradición y los elementos y valores asimilados de la cultura europea.
Gloria me habló de su determinación de no callar las injusticias padecidas por los indígenas, de los atropellos que soporta su pueblo en Colombia y Venezuela debido al empeño y la indiferencia de los proyectos extractivistas y a la vista gorda de los gobiernos. Yo rompía el silencio esporádicamente sólo para que mi interlocutor supiera que sabía de qué me hablaba, pero callaba la mayor parte del tiempo por la certeza de no tener nada que enseñar. En una pausa se me ocurrió preguntarle si conocía o estaba enterada de la existencia de Inés Wenéwika, la lideresa tsatse que me había acogido en Amazonas. Tras una negativa, le comenté que ambas eran, según los lingüistas, mujeres arawak y le pregunté si por este parentesco la lengua tsatse le sería inteligible.  Me respondió que no, y después de rumiar un rato su respuesta me confesó que había tenido prisa en contestar, y que no lo sabía realmente.
Nuestra conversación había versado acerca de lo diferentes que eran los pueblos indígenas entre sí y que la aplanadora cultural de Occidente y la categoría de “indio” no hacían sino encubrir esas tremendas diferencias. Ella estuvo de acuerdo, no sin apuntar que había algo que sentía aportaba una unidad inconfundible a estos pueblos que justificaba el mantenimiento de la denominación de “indio”. Era la tierra y la relación que el indio entabla con ella.

En aquella tertulia improvisada, Gloria me expuso su teoría de cinco siglos de resistencia. En el núcleo de la teoría se hallaba la espiritualidad y la influencia que ejerce en el establecimiento de relaciones con el entorno. La comunidad en el mundo indígena andino está íntegramente constituida por parientes: los humanos, las plantas, los animales, los hechos y fenómenos físicos y los ancestros y parientes espirituales que están acá, en la Tierra, aunque no se cuenten más entre nosotros. Una afirmación similar puede hacerse respecto a las cosmovisiones amazónicas, en las que seres vivos, espíritus, materias y fenómenos del mundo sensible comparten la consideración de personas. En las mitologías amazónicas es frecuente la conversión de humano a animal y a la inversa, mostrando que la delimitación entre uno y otro no es insalvable ni rígida.
Menos recurrente, pese a ser posible, es la transmutación de humano a materia física que ocurre, sin embargo, en el mito so’to (ye’kwana) del águila, en el que Kudüjede, harto de los celos y el odio de los hombres, se convierte en el limo espeso de una ribera del Cunucunuma que cura todas las enfermedades.
La concepción de la “naturaleza” como una persona, como familia y, como entre los andinos, como madre, impone una relación menos agresiva hacia ella: así, el temor de los so’to por el tacto del oro se encuentra ejemplarizado en el canto de Mahaiwadi, un chamán que cambia a los españoles en piedras grabadas en el instante en el que, perseguidos por el jaguar, entierran su botín. Ni el oro ni las piedras grabadas de los españoles de Wana’hidi se pueden tocar, pues se cree contienen veneno. En la cosmovisión ye’kwana los chamanes son los únicos aptos para extraer piedras preciosas de lugares sagrados durante los ritos. Quienes se atreven a violar esta prohibición se arriesgan a que esta transgresión les depare la muerte.

Antropológicamente, la muerte es el último de los ritos de paso, y quienes transitan por ella lejos de perder la consideración de la cultura, se mudan a un estadio distinto de la experiencia de hallarse entre sus miembros. La muerte a menudo estrecha la conexión con el territorio. Esa tarde, a Caracas la estremecía un viento raudo como los que soplan en el desierto de la Guajira. Nuestros cabellos, los de Gloria y los míos, volaban como mantos o bufandas disimulándonos las facciones de la cara, como extraños que se acababan de encontrar y no dejarían de ser extraños. Aquel encuentro con demasiados signos de ser accidentado –como todo lo que sucede en este país– había iniciado con un acostumbrado intercambio de nombres y credenciales de oficio. En un punto de la larga conversación Gloria intervino para mostrarme que no era esa la manera en la que los waiú se presentaban a los desconocidos, que hacía falta recitar los nombres de los antepasados y dar señas del lugar donde reposaban sus muertos: patarramana Epieyu, queriendo decir “los que vinieron antes de mí son los del clan Epieyu”. Era como si, a la manera de El Principito de los adultos, los uaiú se burlaran de la ineptitud occidental para conocer a alguien.
Los pueblos originarios se encuentran en peligro: son sofocados de todas las formas y en todos los frentes. En Venezuela no hay prácticamente ninguna nación indígena que no se halle hostigada por los proyectos desarrollistas que se proponen como la superación de la crisis por la que transcurrimos. En donde se quiere el progreso –y ya nos lo ha enseñado la modernidad– los indios estorban. De ahí las políticas para aniquilarlos o para desestimular que continúen con sus economías, su lengua o su cosmogonía; o en otras palabras, que sigan siendo ellos mismos. Porque no hay política más totalitaria (esto es, antipolítica) que la que impide las formas propias de ser en el mundo.
“Mi tierra y mi cultura es todo lo que soy”, pronuncia Gloria con voz quebrada y una llama en los ojos. Tiene cincuenta años, y la determinación de seguir luchando. El desafío parece titánico, pero en cada batalla encuentra el apoyo de otras soledades. Está segura d.

e continuar, no importan las adversidades: cuando las deudas están saldadas los espíritus de los que pelearon en el pasado se apoderan de nosotros

Aún viven los hombres de la yuca y las diosas del maíz nunca se fueron

DECEMBER 5, 2018ETNIAS


DECEMBER 5, 2018ETNIAS


Por: Märä Reyo








Unos soles antes del día de los muertos, una fecha que por motivos astronómicos coinciden en celebrar culturas de toda la Tierra, conocí a Gloria Epieyu Jusayú, una productora y realizadora audiovisual de la etnia waiú  e hija de Miguel Ángel Jusayú, un afamado humanista, narrador, lexicógrafo y compilador de las creaciones verbales de los nativos de la Guajira. Jusayú fue el escritor de una prolífica obra en estas materias, aunque fue invidente de nacimiento. Entre los waiú (como él prefería escribir el etnónimo de su gente) Jusayú es recordado como una autoridad lingüística y moral, además de un ejemplo de perseverancia e integración entre el arraigo por la tradición y los elementos y valores asimilados de la cultura europea.
Gloria me habló de su determinación de no callar las injusticias padecidas por los indígenas, de los atropellos que soporta su pueblo en Colombia y Venezuela debido al empeño y la indiferencia de los proyectos extractivistas y a la vista gorda de los gobiernos. Yo rompía el silencio esporádicamente sólo para que mi interlocutor supiera que sabía de qué me hablaba, pero callaba la mayor parte del tiempo por la certeza de no tener nada que enseñar. En una pausa se me ocurrió preguntarle si conocía o estaba enterada de la existencia de Inés Wenéwika, la lideresa tsatse que me había acogido en Amazonas. Tras una negativa, le comenté que ambas eran, según los lingüistas, mujeres arawak y le pregunté si por este parentesco la lengua tsatse le sería inteligible.  Me respondió que no, y después de rumiar un rato su respuesta me confesó que había tenido prisa en contestar, y que no lo sabía realmente.
Nuestra conversación había versado acerca de lo diferentes que eran los pueblos indígenas entre sí y que la aplanadora cultural de Occidente y la categoría de “indio” no hacían sino encubrir esas tremendas diferencias. Ella estuvo de acuerdo, no sin apuntar que había algo que sentía aportaba una unidad inconfundible a estos pueblos que justificaba el mantenimiento de la denominación de “indio”. Era la tierra y la relación que el indio entabla con ella.

En aquella tertulia improvisada, Gloria me expuso su teoría de cinco siglos de resistencia. En el núcleo de la teoría se hallaba la espiritualidad y la influencia que ejerce en el establecimiento de relaciones con el entorno. La comunidad en el mundo indígena andino está íntegramente constituida por parientes: los humanos, las plantas, los animales, los hechos y fenómenos físicos y los ancestros y parientes espirituales que están acá, en la Tierra, aunque no se cuenten más entre nosotros. Una afirmación similar puede hacerse respecto a las cosmovisiones amazónicas, en las que seres vivos, espíritus, materias y fenómenos del mundo sensible comparten la consideración de personas. En las mitologías amazónicas es frecuente la conversión de humano a animal y a la inversa, mostrando que la delimitación entre uno y otro no es insalvable ni rígida.
Menos recurrente, pese a ser posible, es la transmutación de humano a materia física que ocurre, sin embargo, en el mito so’to (ye’kwana) del águila, en el que Kudüjede, harto de los celos y el odio de los hombres, se convierte en el limo espeso de una ribera del Cunucunuma que cura todas las enfermedades.
La concepción de la “naturaleza” como una persona, como familia y, como entre los andinos, como madre, impone una relación menos agresiva hacia ella: así, el temor de los so’to por el tacto del oro se encuentra ejemplarizado en el canto de Mahaiwadi, un chamán que cambia a los españoles en piedras grabadas en el instante en el que, perseguidos por el jaguar, entierran su botín. Ni el oro ni las piedras grabadas de los españoles de Wana’hidi se pueden tocar, pues se cree contienen veneno. En la cosmovisión ye’kwana los chamanes son los únicos aptos para extraer piedras preciosas de lugares sagrados durante los ritos. Quienes se atreven a violar esta prohibición se arriesgan a que esta transgresión les depare la muerte.

Antropológicamente, la muerte es el último de los ritos de paso, y quienes transitan por ella lejos de perder la consideración de la cultura, se mudan a un estadio distinto de la experiencia de hallarse entre sus miembros. La muerte a menudo estrecha la conexión con el territorio. Esa tarde, a Caracas la estremecía un viento raudo como los que soplan en el desierto de la Guajira. Nuestros cabellos, los de Gloria y los míos, volaban como mantos o bufandas disimulándonos las facciones de la cara, como extraños que se acababan de encontrar y no dejarían de ser extraños. Aquel encuentro con demasiados signos de ser accidentado –como todo lo que sucede en este país– había iniciado con un acostumbrado intercambio de nombres y credenciales de oficio. En un punto de la larga conversación Gloria intervino para mostrarme que no era esa la manera en la que los waiú se presentaban a los desconocidos, que hacía falta recitar los nombres de los antepasados y dar señas del lugar donde reposaban sus muertos: panterramana, Epieyu, queriendo decir “los que vinieron antes de mí son los del clan Epieyu”. Era como si, a la manera de El Principito de los adultos, los waiú se burlaran de la ineptitud occidental para conocer a alguien.
Los pueblos originarios se encuentran en peligro: son sofocados de todas las formas y en todos los frentes. En Venezuela no hay prácticamente ninguna nación indígena que no se halle hostigada por los proyectos desarrollistas que se proponen como la superación de la crisis por la que transcurrimos. En donde se quiere el progreso –y ya nos lo ha enseñado la modernidad– los indios estorban. De ahí las políticas para aniquilarlos o para desestimular que continúen con sus economías, su lengua o su cosmogonía; o en otras palabras, que sigan siendo ellos mismos. Porque no hay política más totalitaria (esto es, antipolítica) que la que impide las formas propias de ser en el mundo.
“Mi tierra y mi cultura es todo lo que soy”, pronuncia Gloria con voz quebrada y una llama en los ojos. Tiene cincuenta años, y la determinación de seguir luchando. El desafío parece titánico, pero en cada batalla encuentra el apoyo de otras soledades. Está segura de continuar, no importan las adversidades: cuando las deudas están saldadas los espíritus de los que pelearon en el pasado se apoderan de nosotros.

Los jesuitas devolverán 525 acres de tierra de Dakota del Sur a la tribu Rosebud Sioux



Samantha Jones de la banda Sicangu Lakota de Rosebud Sioux, izquierda, y Casey Camp de la Nación Ponca se ven en Washington en esta foto de archivo de 2014. Los jesuitas están devolviendo más de 500 acres en Dakota del Sur al Rosebud Sioux. (Foto CNS / Jim Lo Scalzo, EPA) 




Los jesuitas están devolviendo más de 500 acres en Dakota del Sur al Rosebud Sioux. Se espera que la devolución formal de la propiedad se complete en algún momento de mayo.La propiedad había sido entregada por el gobierno de los Estados Unidos a los jesuitas en la década de 1880 para su uso en iglesias y cementerios, según lo señalado en un video de YouTube del padre jesuita John Hatcher, presidente de la Misión St. Francis. 

"Al comienzo de la misión, teníamos 23 estaciones de misión", dijo el Padre Hatcher. "Pero a lo largo de los años, a medida que la gente se mudaba de la pradera y se alojaba en viviendas agrupadas, esas iglesias estaban cerradas porque se consideraban innecesarias". Otras propiedades nunca se construyeron iglesias. 

"Ahora es el momento de devolver a la tribu todos esos pedazos de tierra que se entregaron a la iglesia para los propósitos de la iglesia", agregó el padre Hatcher. “Nunca más pondremos iglesias en esas pequeñas parcelas de tierra. Pero es una oportunidad para devolver la tierra que con razón pertenece a la gente de Lakota ", de la cual Rosebud Sioux es parte. 

La propiedad, con un total de aproximadamente 525 acres, está repartida en 900,000 acres en una reserva de Rosebud en la parte centro-sur del estado, que limita con el estado de Nebraska y el río Missouri. 

Rodney Bordeaux, director de operaciones de St. Francis Mission, dijo que cuando comenzó a trabajar allí hace cinco años, la transferencia de tierras, iniciada por el padre Hatcher, se “estancó”. Se atribuyó a la búsqueda de la oficina correcta dentro del gobierno federal. Oficina de Asuntos de la India a seguir."Era solo una cuestión de que alguien lo hiciera", dijo Bordeaux al Catholic News Service durante una entrevista telefónica el 4 de mayo. "Lo hicimos en nuestro extremo, pero encontrar la oficina adecuada para llevarlo a cabo, es solo un proceso engorroso". 

Con la tierra en las manos de Rosebud Sioux, "podría ser utilizada para fines agrícolas como es ahora, para pasto. Podría ser utilizado para el desarrollo de la comunidad. Podría seguir usándose con fines religiosos ”, dijo Harold Compton, director ejecutivo adjunto de Tribal Land Enterprises, la corporación de gestión de tierras de Rosebud Sioux. "Es porque están muy dispersos, creo que cada uno evolucionará debido a su propia ubicación". Hay alrededor de 25,000 personas inscritas en Rosebud Sioux, 15,000 de las cuales viven en la reserva. 

Compton le dijo a CNS: “Es el simbolismo de regresar. Esta tierra fue reservada categóricamente por el gobierno para el uso de la iglesia. Entonces, la iglesia que devuelve esto a la tribu es una ventaja para todos ". Agregó:" El simbolismo supera con creces ", pero luego se contuvo. “La tierra es valiosa. La tierra en todas partes es valiosa. La tierra por aquí vale $ 1,000, $ 2,000 o más por acre ”. 
 Fuente

http://www.whitewolfpack.com/search/label/Native%20Americans?&max-results=6