viernes, 4 de abril de 2014




El subestimado WAYUUNAIKI
Ilustración: Jaime Ortega
sábado 29 de marzo de 2014 09:30 AM
panored@panodi.com / César Bracamonte
33

Cada dos semanas muere una lengua en el mundo, según la Unesco. La lengua de los wayuu sigue en pie y sin complejo. El sociólogo, poeta y antropólogo wayuu José Ángel Fernández sostiene que es una fuente digna de muchos saberes, tan fuerte que aún existe: milenaria, sesgada, cercenada y mutilada.
César Bracamonte
El wayuunaiki es una lengua viva. Es la más hablada en América del Sur y la de mayor praxis en las poblaciones indígena de Colombia y Venezuela a pesar de representar solo el 3% para ambas naciones. Ha sobrevivido, ha logrado sobreponerse, levantarse y continuar legando la cultura de tiempos ancestrales: el rito, la memoria, la cosmovisión cultural de una etnia trasplantada de una generación a otra a través del lenguaje.
En estadísticas generales, cada 16 días muere una lengua en el mundo; no es el caso del wayuunaiki, que con sus debilidades remotas, desde la colonización hasta estos días, es la lengua hablada de manera natural en el departamento de la Guajira en Colombia y el municipio Guajira de Venezuela. El carácter matrilineal de sus costumbres y su sociedad es, sin duda, una de las fortalezas para que esta lengua o código comunicacional se haya mantenido vivo hasta ahora.
Fue una lengua ágrafa, de señales y sensibilidad, de muchos rencores acaecidos por la intimidación española. Sin embargo, hoy, sus más grandes amenazas están dentro de ella misma, la vergüenza étnica y la diáspora de los pueblos originarios son algunas de las más relevantes, a esto debemos sumarle el poco interés del estado de construir políticas de inclusión y desarrollo frente a una globalización que ha venido arropando el continente desde finales del siglo pasado.
La lengua wayuu pertenece a la filiación lingüística Arawaca Omaipure, es minoritaria frente al español en Venezuela, a diferencia de casos como el de México que representa el 40% y en Centroamérica un 38%, la región vive desequilibrios ancestrales donde se ha buscado otro idioma como espacios para la prosperidad del mismo por parte de estos pueblos marginados por el desarrollo y la dimensionalidad académica apoyada en un solo flanco. El alijuna.
Para el sociólogo, poeta y antropólogo wayuu José Ángel Fernández, su lengua no es cualquiera. Y menos cuando se habla de una que es aglutinante, colectiva y de una fuerza interna salobre como el sonido de cada vocal: “Guaxira —dice—” y se acomoda en la silla como para iniciar una clase magistral dentro del recinto universitario donde es docente. Hoy le toca aquí, en una plaza a cielo abierto hablar de su más grande amor, después de sus hijos y su mujer: la lengua wayuu.
Antüshi pia (bienvenido) me dice, como si llevara horas esperándome, me invita a sentarme y me dice que será breve. “Primero: el wayuu, no se considera guajiro, este último es una atribución y el wayuu es una autodenominación, este de por sí, se ve expresado como un colectivo, un pueblo con la conciencia de una sociedad de convivencia y participación enraizada a sus costumbres más antiguas y compactas de riguroso arraigo”.
“Muchos han sido los intentos de indagar sobre este idioma y la cultura wayuu, al principio quienes escribieron y reflexionaron sobre su lengua no fueron ellos: los colonos, los invasores y la iglesia, fueron los primeros en interesarse, más tarde llegaría Juan de Castellano a meter las narices en la tan intrincada forma de comunicarnos. Muchos intereses rondaban como hoy estas tierras y, en términos amistosos digamos que fue curiosidad, para no ofender a nadie, aunque ya todos conocemos la historia”, argumenta el sociólogo dándole vueltas al bolígrafo que observa en su mano derecha.
“Más tarde —me interpela— vino el Instituto Lingüístico de Verano de los Estados Unidos, al principio dijo que era con el propósito de evangelizar, cosa que a medias logró la inquisición española, años más tarde se darían por vencidos y se sabría que sus intenciones eran otras. Hoy estudian esta lengua, aguas afuera, en Europa y Estados Unidos. Los wayuu no les aportaron mucho. Hay que ir un poco más atrás, la estructura de parentesco wayuu es matrilineal, asumido como un grande colectivo. Los filólogos pasaron eso por alto y sin conocer nuestra cosmovisión es muy difícil llegar al vórtice de un asunto cultural tan complejo y profundo como este”, afirma.
“Kasachiki hnojotsü (no hay novedad) —continúa— la lengua empieza a tomar forma con la hidalguía y profundidad de Esteban Emilio Lonzaño que diseña el Alfabeto de Lenguas Indígenas de Venezuela (Aliv), pero quizá nada hubiese tenido la relevancia sin la presencia invaluable de Miguel Ángel Jusayú. Invidente desde los nueve años, considerado un desecho por su familia, mendigo y genio, desertó de la universidad en Colombia para venir a enseñar Braille a sus hermanos de raza en el sopor de la Guajira. Jusayú se fue a la fuente primigenia, fue a indagar con los ancianos, perfeccionó la lengua, fue el artífice; su obra Ni era vaca ni era caballo, es solo un ápice de la genialidad de este wayuu. Más tarde Ramón Paz Ipuana complementaría el trabajo”, asegura Fernández mientras apura su café.
“Debilidades hay muchas, el wayuu al igual que cualquiera latinoamericano se ha visto seducido por las vagas necesidades del sistema, éste emigra a las grandes ciudades y va atenuando su lengua, en el éxodo se hacen analfabetas funcionales, sin conocer a profundidad sus raíces e ignorando por completo a lo que se enfrenta, a una realidad adversa y ajena a su identidad. Nada hacemos cuando no hay un diálogo apropiado, la interculturalidad marcha por un rumbo que se bifurca, la alteridad y la confraternidad no tiene concordancia con la oferta académica a los pueblos originarios”, apunta Fernández.
“Por otro lado –—afirma el sociólogo— mientras el Estado esté de espaldas, la estrategia pedagógica no está a la par de otras latitudes como México, ellos entendieron hace algunos años atrás que habían muchos conocimientos escondidos en la lengua indígena y por eso se internaron en la búsqueda ellos”. Anayaahiije’e jaya (cómo están ustedes) saluda a quienes pasan a su lado, antes de continuar. “Las lenguas no deben ser Torres de Babel, sino fuentes de beber —acusa— de beber conocimientos, historia, ciencia, tecnología y la cosmovisión de ellas, asirse a lo que debió ser, fue lo primero que debieron haber hecho, en este momento, nuestras realidades culturales serían otras, puestos que hay muchos conocimientos”.
“Estos —dice— siguen escondidos en los dialectos originarios, buscar la etimología debió ser la punta de lanza para el desarrollo de nuestras naciones. Waya (nosotros) pudimos haber aportado ese ingrediente que aún se anda buscando, imagínense seis Miguel Ángel Jusayú, aportando y extrayendo de esas lenguas, pudimos haber hecho más y no lo hicimos”. E’ rajiaajeena watta’a (nos vemos mañana) se despide José Ángel de alguien que le saluda por la espalda, mientras me hace ahínco en que debemos trabajar más a fondo en el tema como país, como sistema y como un gran colectivo.
“El wayuu, argumenta, es una lengua importante, yo diría que muy importante, pero hemos sido subestimados, Galeano lo ha explicado mejor en su obra Las venas abiertas de América Latina, yo pienso que seguimos sometidos, sin embargo, nuestra lengua es una fuente digna de muchos saberes, tan fuerte que aún existe: milenaria, sesgada, cercenada y mutilada como a muchos de mis ancestros en la invasión española, sigue en pie, sin complejos. Hoy, debe haber un diálogo de igual a igual, con las otras lenguas, debe haber alteridad, no debemos distanciar, un diálogo de saberes por racismo, ni por otra índole. Somos parte.