miércoles, 20 de febrero de 2019

Aún viven los hombres de la yuca y las diosas del maíz nunca se fueron

DECEMBER 5, 2018ETNIAS


DECEMBER 5, 2018ETNIAS


Por: Märä Reyo








Unos soles antes del día de los muertos, una fecha que por motivos astronómicos coinciden en celebrar culturas de toda la Tierra, conocí a Gloria Epieyu Jusayú, una productora y realizadora audiovisual de la etnia waiú  e hija de Miguel Ángel Jusayú, un afamado humanista, narrador, lexicógrafo y compilador de las creaciones verbales de los nativos de la Guajira. Jusayú fue el escritor de una prolífica obra en estas materias, aunque fue invidente de nacimiento. Entre los waiú (como él prefería escribir el etnónimo de su gente) Jusayú es recordado como una autoridad lingüística y moral, además de un ejemplo de perseverancia e integración entre el arraigo por la tradición y los elementos y valores asimilados de la cultura europea.
Gloria me habló de su determinación de no callar las injusticias padecidas por los indígenas, de los atropellos que soporta su pueblo en Colombia y Venezuela debido al empeño y la indiferencia de los proyectos extractivistas y a la vista gorda de los gobiernos. Yo rompía el silencio esporádicamente sólo para que mi interlocutor supiera que sabía de qué me hablaba, pero callaba la mayor parte del tiempo por la certeza de no tener nada que enseñar. En una pausa se me ocurrió preguntarle si conocía o estaba enterada de la existencia de Inés Wenéwika, la lideresa tsatse que me había acogido en Amazonas. Tras una negativa, le comenté que ambas eran, según los lingüistas, mujeres arawak y le pregunté si por este parentesco la lengua tsatse le sería inteligible.  Me respondió que no, y después de rumiar un rato su respuesta me confesó que había tenido prisa en contestar, y que no lo sabía realmente.
Nuestra conversación había versado acerca de lo diferentes que eran los pueblos indígenas entre sí y que la aplanadora cultural de Occidente y la categoría de “indio” no hacían sino encubrir esas tremendas diferencias. Ella estuvo de acuerdo, no sin apuntar que había algo que sentía aportaba una unidad inconfundible a estos pueblos que justificaba el mantenimiento de la denominación de “indio”. Era la tierra y la relación que el indio entabla con ella.

En aquella tertulia improvisada, Gloria me expuso su teoría de cinco siglos de resistencia. En el núcleo de la teoría se hallaba la espiritualidad y la influencia que ejerce en el establecimiento de relaciones con el entorno. La comunidad en el mundo indígena andino está íntegramente constituida por parientes: los humanos, las plantas, los animales, los hechos y fenómenos físicos y los ancestros y parientes espirituales que están acá, en la Tierra, aunque no se cuenten más entre nosotros. Una afirmación similar puede hacerse respecto a las cosmovisiones amazónicas, en las que seres vivos, espíritus, materias y fenómenos del mundo sensible comparten la consideración de personas. En las mitologías amazónicas es frecuente la conversión de humano a animal y a la inversa, mostrando que la delimitación entre uno y otro no es insalvable ni rígida.
Menos recurrente, pese a ser posible, es la transmutación de humano a materia física que ocurre, sin embargo, en el mito so’to (ye’kwana) del águila, en el que Kudüjede, harto de los celos y el odio de los hombres, se convierte en el limo espeso de una ribera del Cunucunuma que cura todas las enfermedades.
La concepción de la “naturaleza” como una persona, como familia y, como entre los andinos, como madre, impone una relación menos agresiva hacia ella: así, el temor de los so’to por el tacto del oro se encuentra ejemplarizado en el canto de Mahaiwadi, un chamán que cambia a los españoles en piedras grabadas en el instante en el que, perseguidos por el jaguar, entierran su botín. Ni el oro ni las piedras grabadas de los españoles de Wana’hidi se pueden tocar, pues se cree contienen veneno. En la cosmovisión ye’kwana los chamanes son los únicos aptos para extraer piedras preciosas de lugares sagrados durante los ritos. Quienes se atreven a violar esta prohibición se arriesgan a que esta transgresión les depare la muerte.

Antropológicamente, la muerte es el último de los ritos de paso, y quienes transitan por ella lejos de perder la consideración de la cultura, se mudan a un estadio distinto de la experiencia de hallarse entre sus miembros. La muerte a menudo estrecha la conexión con el territorio. Esa tarde, a Caracas la estremecía un viento raudo como los que soplan en el desierto de la Guajira. Nuestros cabellos, los de Gloria y los míos, volaban como mantos o bufandas disimulándonos las facciones de la cara, como extraños que se acababan de encontrar y no dejarían de ser extraños. Aquel encuentro con demasiados signos de ser accidentado –como todo lo que sucede en este país– había iniciado con un acostumbrado intercambio de nombres y credenciales de oficio. En un punto de la larga conversación Gloria intervino para mostrarme que no era esa la manera en la que los waiú se presentaban a los desconocidos, que hacía falta recitar los nombres de los antepasados y dar señas del lugar donde reposaban sus muertos: panterramana, Epieyu, queriendo decir “los que vinieron antes de mí son los del clan Epieyu”. Era como si, a la manera de El Principito de los adultos, los waiú se burlaran de la ineptitud occidental para conocer a alguien.
Los pueblos originarios se encuentran en peligro: son sofocados de todas las formas y en todos los frentes. En Venezuela no hay prácticamente ninguna nación indígena que no se halle hostigada por los proyectos desarrollistas que se proponen como la superación de la crisis por la que transcurrimos. En donde se quiere el progreso –y ya nos lo ha enseñado la modernidad– los indios estorban. De ahí las políticas para aniquilarlos o para desestimular que continúen con sus economías, su lengua o su cosmogonía; o en otras palabras, que sigan siendo ellos mismos. Porque no hay política más totalitaria (esto es, antipolítica) que la que impide las formas propias de ser en el mundo.
“Mi tierra y mi cultura es todo lo que soy”, pronuncia Gloria con voz quebrada y una llama en los ojos. Tiene cincuenta años, y la determinación de seguir luchando. El desafío parece titánico, pero en cada batalla encuentra el apoyo de otras soledades. Está segura de continuar, no importan las adversidades: cuando las deudas están saldadas los espíritus de los que pelearon en el pasado se apoderan de nosotros.

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