Por: Märä Reyo
DECEMBER 5, 2018
El Amazonas está bajo asedio. La
minería, la explotación forestal, la industria papelera, la agricultura, la
generación de energía, el comercio de especies y la ganadería fagocitan la
mayor extensión de selva del planeta. Las amenazas suceden en la totalidad de
los países de la inmensa cuenca; la diversidad cultural y genética son
embestidas por todos los frentes. Los cambios políticos en los países de la
cuenca amazónica, las crecientes exigencias del mercado capitalista mundial y
la fragilidad de las economías locales aparecen como las causas inmediatas del
violento avance que podrían significar el asalto final a la selva y la más
infalible sentencia a la continuidad de la vida en la Tierra
Por siglos, la
Amazonía ha permanecido entre las vastas áreas interiores del subcontinente
suramericano en que las empresas de la colonización, fundamentalmente española
y portuguesa, no pudieron prosperar. A pesar de que los europeos conocieron el
río que da nombre a la cuenca hacia 1542, cuando Francisco de Orellana peinó
sus aguas hasta la isla de Marajó en su desembocadura, sólo lograron fundar
asentamientos permanentes en la periferia de la región y a orillas de los
grandes ríos como el Orinoco y el Amazonas. Esos asentamientos no fueron
grandes concentraciones humanas hasta por lo menos el siglo XIX, cuando la
explotación del caucho permitió la consolidación de ciudades como Manaus. La
llegada de los Borbones al trono de Madrid en 1700 se tradujo en un interés
renovado de la Corona por América, y en exploraciones y nuevas fundaciones en
la región a lo largo del siglo que, sin embargo, no lograron la prosperidad ni
el propósito de repoblar y
someter a las poblaciones originarias.
Hoy, cuando algunos
países amazónicos (Brasil, Ecuador, Venezuela y otros) se encuentran en una
situación económica desventajosa después de haber vivido en la primera década
del milenio un extraordinario período de bonanza debido al crecimiento de la
demanda china de materias primas, el Amazonas aparece como la zona al margen de
los circuitos centrales de acumulación de capital que puede resolver la crisis
de acumulación, en tanto área rica en “recursos naturales” y “espacio
deshabitado” sobre el cual cargar los costos de los procesos extractivos. Nunca
como ahora el Amazonas mereció la consideración de zona de
sacrificio.
La cotización internacional del oro ha
crecido dramáticamente desde 2008. Los gobiernos suramericanos vieron en esa
subida el momento oportuno para ordenar o intensificar su explotación, al
tiempo que la actividad ilegal avizoró la posibilidad de alcanzar un mayor
rendimiento en la extracción artesanal y consecuentemente un aliciente para la
explotación de los yacimientos ubicados en extensiones escasamente vigiladas,
como el Amazonas. En ese año, el presidente Chávez anunció la creación del Arco
Minero del Orinoco, como indicio de la importancia que se esperaba el metal
habría de ir adquiriendo. A la muerte del mandatario, Venezuela entra en un
período de recesión que estorba la distribución de la renta petrolera; el
precio del petróleo toca mínimos históricos y una fracción del contingente
humano pauperizado incursiona en la minería al sur del río Orinoco y en otras
regiones del país: la minería se presenta como la alternativa a la migración
fuera de las fronteras, ofrece ganancias relativamente altas y permite que las
familias no se separen por mucho tiempo. La minería metálica y de piedras
preciosas posee un historial considerable en Venezuela, mas lo novedoso del
proceso actual es la forma que ha asumido la explotación, a menudo sin
experiencia y movida por el imperativo de sobrevivir.
El auge minero informal en el sur y el
oriente de Venezuela presiona a las poblaciones autóctonas y a los ecosistemas
que habitan, al punto de que algunas comunidades indígenas se ven forzadas a
practicar formas de apropiación económica que atentan contra el medio y contra
la propia reproducción cultural para que no sean otros los beneficiarios de una
actividad tan lucrativa como agresiva. A los actores habituales se añaden las
compañías transnacionales que entran so pretexto de racionalizar la
explotación, aunque el gobierno tenga que hacer malabares con las leyes para
favorecer sus intereses y los de sus socios. Es como si el gobierno venezolano
tomara como divisa aquella falacia que espetara el exjefe de gobierno español, Mariano
Rajoy, en medio de la tentativa secesionista catalana: “Lo que es legal es
democrático”. Se les escapa que, por ejemplo, el régimen del Apartheid era
legal, pero que sería osado especular que haya hecho justicia a mayoría alguna,
como no fuera a las grandes masas de dinero de los surafricanos blancos más
acaudalados.
En el extremo occidental de la Amazonía,
la “democracia” no parece andar mejor. La Constitución ecuatoriana es celebrada
por incluir capítulos dedicados a los derechos colectivos de indígenas y
afrodescendientes y del medioambiente. En línea con esto, el expresidente
Correa había propuesto a la comunidad internacional pagar a Ecuador una
indemnización de 3.600 millones de dólares para suspender la extracción de
crudo del campo ITT, que comprende una porción del Parque Nacional Yasuní, en
el oriente del país, mas debido al fracaso de la iniciativa tuvo que procederse
a la explotación del campo petrolero con la promesa de afectar menos de 0,1% de
la reserva de biosfera. Recientemente, el gobierno ecuatoriano se ha propuesto
elevar la producción del ITT en 49% a pesar de las protestas en Quito y
movilizaciones de los indígenas amazónicos que piden se detenga la explotación
en el sector Ishpingo, en el que hay evidencia de la existencia de dos pueblos
que han permanecido en aislamiento desde el inicio de la colonización española.
Jair Bolsonaro llega a la presidencia de Brasil asegurando que dará vuelta atrás a la protección legal del Amazonas, abrirá la región a la minería y dará carta blanca a la sustitución del bosque tropical para permitir la expansión de la frontera agrícola y ganadera, en el momento en el que el país enfrenta un prolongado estancamiento económico que presiona la ampliación de la superficie dedicada al cultivo y el pastoreo para aumentar las exportaciones de soya y cárnicos, principalmente a la Unión Europea. Bolsonaro es un negacionista del cambio climático: para él no es más que parafernalia ecologista y esa opinión le ha ganado las simpatías de otro negacionista, racista, obtuso y conservador como Donald Trump. La imagen que de Bolsonaro han construido los medios es la de una anomalía de la democracia; el de un desadaptado al que la democracia pone en el gobierno mofándose de ella. Las ofertas descomedidas que sedujeron con fuerza al electorado brasileño pueden parecer una ruptura con el Estado de justicia y con una administración racional, pero de hecho el antecesor de Bolsonaro ya estaba allanando el camino para ello.
En julio de 2017, el entonces presidente
Michel Temer firmó un decreto que pretendía desalojar a las comunidades
indígenas que ocuparan territorios no demarcados para la promulgación de la
Constitución de 1988. La decisión de Temer en algunos casos sólo venía a
otorgar formalidad a las ocupaciones de facto por
empresarios del agronegocio, particularmente en el sur y el Mato Grosso. Temer
estaba a las puertas de un juicio parlamentario por corrupción y buscaba
ganarse el favor de la bancada ruralista, representante del sector más
importante de la economía brasileña. Ya en esta administración se perfilaba que
la única solución considerada por la dirigencia del país era la ampliación del
negocio agrícola-ganadero, aun a costa de los bosques primarios y de la
reducción de los derechos de las mayorías pobres y de las minorías indígenas.
Las propuestas electorales de Bolsonaro son sólo la ratificación de aquella
sentencia. El agronegocio, pero también la minería, conducirán el destino de
Brasil y los efectos pueden ser deplorables o letalmente pesimistas para la
humanidad y para los pueblos indígenas.
Aún
viven los hombres de la yuca y las diosas del maíz nunca se fueron
Unos soles antes del día de los muertos,
una fecha que por motivos astronómicos coinciden en celebrar culturas de toda
la Tierra, conocí a Gloria Epieyu Jusayú, una productora y realizadora
audiovisual de la etnia waiú e hija de
Miguel Ángel Jusayú, un afamado humanista, narrador, lexicógrafo y compilador
de las creaciones verbales de los nativos de la Guajira. Jusayú fue el escritor
de una prolífica obra en estas materias, aunque fue invidente de nacimiento.
Entre los waiú (como él prefería escribir el etnónimo de su gente) Jusayú es
recordado como una autoridad lingüística y moral, además de un ejemplo de
perseverancia e integración entre el arraigo por la tradición y los elementos y
valores asimilados de la cultura europea.
Gloria me habló de su determinación de
no callar las injusticias padecidas por los indígenas, de los atropellos que
soporta su pueblo en Colombia y Venezuela debido al empeño y la indiferencia de
los proyectos extractivistas y a la vista gorda de los gobiernos. Yo rompía el
silencio esporádicamente sólo para que mi interlocutor supiera que sabía de qué
me hablaba, pero callaba la mayor parte del tiempo por la certeza de no tener
nada que enseñar. En una pausa se me ocurrió preguntarle si conocía o estaba
enterada de la existencia de Inés Wenéwika, la lideresa tsatse que me había
acogido en Amazonas. Tras una negativa, le comenté que ambas eran, según los
lingüistas, mujeres arawak y le pregunté si por este parentesco la lengua
tsatse le sería inteligible. Me respondió que no, y después de rumiar un
rato su respuesta me confesó que había tenido prisa en contestar, y que no lo
sabía realmente.
Nuestra conversación había versado acerca
de lo diferentes que eran los pueblos indígenas entre sí y que la aplanadora
cultural de Occidente y la categoría de “indio” no hacían sino encubrir esas
tremendas diferencias. Ella estuvo de acuerdo, no sin apuntar que había algo
que sentía aportaba una unidad inconfundible a estos pueblos que justificaba el
mantenimiento de la denominación de “indio”. Era la tierra y la relación que el
indio entabla con ella.
En aquella tertulia improvisada, Gloria me expuso su teoría de cinco siglos de resistencia. En el núcleo de la teoría se hallaba la espiritualidad y la influencia que ejerce en el establecimiento de relaciones con el entorno. La comunidad en el mundo indígena andino está íntegramente constituida por parientes: los humanos, las plantas, los animales, los hechos y fenómenos físicos y los ancestros y parientes espirituales que están acá, en la Tierra, aunque no se cuenten más entre nosotros. Una afirmación similar puede hacerse respecto a las cosmovisiones amazónicas, en las que seres vivos, espíritus, materias y fenómenos del mundo sensible comparten la consideración de personas. En las mitologías amazónicas es frecuente la conversión de humano a animal y a la inversa, mostrando que la delimitación entre uno y otro no es insalvable ni rígida.
Menos recurrente, pese a ser posible, es
la transmutación de humano a materia física que ocurre, sin embargo, en el mito
so’to (ye’kwana) del águila, en el que Kudüjede, harto de los
celos y el odio de los hombres, se convierte en el limo espeso de una ribera
del Cunucunuma que cura todas las enfermedades.
La concepción de la “naturaleza” como
una persona, como familia y, como entre los andinos, como madre, impone una
relación menos agresiva hacia ella: así, el temor de los so’to por el tacto del
oro se encuentra ejemplarizado en el canto de Mahaiwadi, un chamán que cambia a
los españoles en piedras grabadas en el instante en el que, perseguidos por el
jaguar, entierran su botín. Ni el oro ni las piedras grabadas de los españoles
de Wana’hidi se pueden tocar, pues se cree contienen veneno. En la cosmovisión
ye’kwana los chamanes son los únicos aptos para extraer piedras preciosas de
lugares sagrados durante los ritos. Quienes se atreven a violar esta
prohibición se arriesgan a que esta transgresión les depare la muerte.
Antropológicamente, la
muerte es el último de los ritos de paso, y quienes transitan por ella lejos de
perder la consideración de la cultura, se mudan a un estadio distinto de la
experiencia de hallarse entre sus miembros. La muerte a menudo estrecha la
conexión con el territorio. Esa tarde, a Caracas la estremecía un viento raudo
como los que soplan en el desierto de la Guajira. Nuestros cabellos, los de
Gloria y los míos, volaban como mantos o bufandas disimulándonos las facciones
de la cara, como extraños que se acababan de encontrar y no dejarían de ser
extraños. Aquel encuentro con demasiados signos de ser accidentado –como todo
lo que sucede en este país– había iniciado con un acostumbrado intercambio de
nombres y credenciales de oficio. En un punto de la larga conversación Gloria
intervino para mostrarme que no era esa la manera en la que los waiú se
presentaban a los desconocidos, que hacía falta recitar los nombres de los
antepasados y dar señas del lugar donde reposaban sus muertos: patarramana
Epieyu,
queriendo decir “los que vinieron antes de mí son los del clan Epieyu”. Era
como si, a la manera de El
Principito de
los adultos, los uaiú se burlaran de la ineptitud occidental para conocer a
alguien.
Los pueblos originarios se encuentran en
peligro: son sofocados de todas las formas y en todos los frentes. En Venezuela
no hay prácticamente ninguna nación indígena que no se halle hostigada por los
proyectos desarrollistas que se proponen como la superación de la crisis por la
que transcurrimos. En donde se quiere el progreso –y ya nos lo ha enseñado la
modernidad– los indios estorban. De ahí las políticas para aniquilarlos o para
desestimular que continúen con sus economías, su lengua o su cosmogonía; o en
otras palabras, que sigan siendo ellos mismos. Porque no hay política más
totalitaria (esto es, antipolítica) que la que impide las formas propias de ser
en el mundo.
“Mi tierra y mi cultura es
todo lo que soy”, pronuncia Gloria con voz quebrada y una llama en los ojos.
Tiene cincuenta años, y la determinación de seguir luchando. El desafío parece
titánico, pero en cada batalla encuentra el apoyo de otras soledades. Está
segura d.
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