domingo, 13 de julio de 2014

10° Festival de Mérida UN PREMIO QUE INVITA A PENSAR, por Pablo Gamba

Publicado por: Alfonso Molina 20 horas agoen Cine y audiovisual, Festivales, Sin categoría
 
El regreso 1
 
 
Que el jurado del Festival de Mérida se haya decantado por El regreso de Patricia Ortega como mejor película, y no por la ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián y estrenada en el Festival de Toronto, Pelo malo de Mariana Rondón, pone de relieve una vez más la cuestión del cine venezolano y sus diferencias con respecto al que predomina en el circuito internacional del cine de arte. Llama la atención sobre las razones por las cuales hay películas nacionales que son apreciadas por los entendidos en el país pero no llegan a ser valoradas de la misma manera en el extranjero, ni siquiera en América Latina, lo cual ha sido una marca del cine venezolano desde los años setenta.
La idea de cine nacional que triunfó con Cuando quiero llorar no lloro de Mauricio Walerstein en 1973, película con la que comenzó el boom del Nuevo Cine Venezolano, es la de filmes que tratan los problemas de la sociedad desde la perspectiva cuestionadora que tenía entonces la izquierda, pero de una manera sencilla, apta para la exhibición comercial, y con una narración simple, lo cual quiere decir comprensible para espectadores formados por la televisión. A mediados de la década de los ochenta vinieron una mayor diversidad y la Cámara de Oro a Fina Torres en Cannes por Oriana (1985). Pero esos logros de la institucionalidad alcanzada con Foncine expandieron el espíritu fundacional sin negarlo. Quizás por eso los espectadores y la crítica históricamente han aspirado a que el cine nacional se ocupe de la realidad del país, y que lo haga de esa manera: con un pensamiento de izquierda apto para todo público. “Espectadores” se refiere aquí a las más de 100.000 personas que constituyen la base del público del cine nacional, de acuerdo con la taquilla promedio actual de los filmes. Los 2 millones de boletos de Papita, maní, tostón indican que fue vista por un público más amplio.
Esa forma de entender lo que debe ser un filme venezolano continúa vigente en El regreso, en una época en la que la gente que se define como de izquierda está en el poder. Eso puede restarle a ese pensamiento el filo crítico que tenía en los años de AD, Copei, Venevisión y RCTV, en los que el cine contribuía a refrescar el ambiente intelectual con otras ideas. Pero se mantiene el compromiso social que inspiró a Ortega a contar la historia ficticia de una niña wayuu que sobrevive a la masacre de Portete, perpetrada por paramilitares en Colombia, y que llega en su huida a Maracaibo. Es una película que busca mostrar un aspecto de la realidad de los indígenas en la ciudad natal de la realizadora y que por ende se ocupa también de otro problema social: el de los niños de la calle.
Políticamente todo parece estar claro en El regreso, y lo mismo ocurre con la narración. La película sobresale por la manera como aprovecha el acervo documental sobre el pueblo wayuu, al que Patricia Ortega ha contribuido con dos largometrajes, para mostrar en la primera parte una síntesis de la vida de una comunidad indígena e informar a los criollos que saben poco o nada al respecto. Pero en la segunda parte, la dedicada al problema de los niños de la calle, la cineasta no manifiesta la misma capacidad de darle realismo a la historia. En cambio, allí Ortega se decanta por la exploración de una representación gótica-tropical de Maracaibo, que pone de manifiesto otra de sus búsquedas como autora. Eso hace de El regreso una película poco equilibrada, la cual sin embargo sobresale también por las actuaciones y un nivel técnico impecable. Es algo excepcional en el cine venezolano actual, y fue recompensado en Mérida con premios a la fotografía de Mauricio Siso, la dirección de arte de María Gabriela Vílchez, el vestuario de Tania Pérez, el maquillaje de Gustavo González y la actuación de Sofía Espinoza como actriz de reparto.
Lo interesante del veredicto es que, si bien fue suscrito por Román Chalbaud, figura emblemática del cine venezolano, El regreso se impuso en un jurado del que también formaron parte dos extranjeros, Boris Quercia, el director chileno de Sexo con amor (2003) y El rey de los huevones (2006), y el argentino Julián Gil. Eso pone de manifiesto el poder de convencimiento que tiene la idea de un cine sencillo, realista y que se ocupe de los problemas que la izquierda señala en la sociedad, aunque sea diferente de los criterios que parecen predominar en los jurados de los festivales más prestigiosos del mundo.
Si El regreso tiene como principal referencia la tradición del cine nacional, en Pelo malo se percibe la impronta de cineastas celebrados en el circuito de festivales, como Jean-Pierre y Luc Dardenne, y también Andrea Arnold. Mariana Rondón ha logrado integrar eso sin solución de continuidad a su cine lúdico, el cual hace recordar además las películas de Peter Greenaway, como Drowning by Numbers (1988). A la aparente solidez de lo consabido, base de los discursos sencillos, la realizadora contrapone una sensibilidad para aquello de lo que se sospecha por ambiguo, por raro, por queer. Se expresa en la búsqueda de identidad de su personaje, un niño que le causa inquietud a su madre por temor a que sea homosexual. El tema de la película es la aventura en la que puede convertirse la exploración de uno mismo, en conflicto con las exigencias de conformidad con las identidades forjadas por la tradición y la autoridad. Tiene como correlato una indagación en la manera de ver y de jugar con el espacio propia de ese niño, que da continuidad a la vivencia del tiempo en la historia de guerrilleros venezolanos contada por personajes de la cerca de la misma edad en el filme anterior de la directora, Postales de Leningrado (2006).
Lo que tiene de internacional el cine de Rondón es a primera vista un horizonte más amplio en lo que respecta a las referencias que ha logrado asimilar, y que incluyen también su actividad en el campo de las artes plásticas. Sin embargo, lo que ha sido considerado como característico del cine venezolano desde los setenta está también en sus filmes, como ocurre con el tema de la guerrilla, presente desde una de las historias del filme fundacional, Cuando quiero llorar no lloro, y el 23 de Enero, que es el lugar de Caracas donde tienen su asiento emblemático el pueblo y sus luchas, de acuerdo con la mitología de la izquierda. Quizás por eso sus películas han logrado llegar al núcleo de espectadores del cine venezolano. El punto es que a Mariana Rondón no le interesa tanto hacer crítica de la realidad del país como de las maneras como se la ve, se la piensa y se la cuenta, incluidas las ideas de fácil comprensión que han sido la base de la tradición cuestionadora del cine nacional. Ella muestra que las mentalidades pueden ser una represión más eficaz que la policía y la cárcel, y es por eso una cineasta iconoclasta en un sentido más profundo que el que podría atribuírsele a su rechazo al culto a Chávez. En el cine eso significa abrir la mirada a todo aquello que impiden ver esas maneras de pensar.
Malos con porvenir
Las películas estrenadas en el Festival de Mérida también pusieron de relieve un villano con un futuro prometedor en el cine nacional, tal y como van las cosas en el país: la Guardia Nacional. Es señalada como cómplice del problema del contrabando, aunque sin alusión a ningún caso real específico, en Solo de José Ramón Novoa, un thriller psicológico que resultó de una combinación poco exitosa de su interés en el tema criminal y la búsqueda de su filme anterior, Un lugar lejano (2010). En Plan de fuga de Ignacio Márquez, producida por la Villa del Cine, los guardias nacionales y el director de una prisión llegan incluso a plantear el asesinato de un grupo de reclusos, en una insólita comedia penitenciaria que llamará la atención, tanto por el trabajo del director con los actores y por la música, como por su manera controversial de representar la cárcel.
Mérida fue también una vitrina del cine que se hace en las escuelas, con una competencia en la que fue premiada la muestra de la Universidad de los Andes. Respira de Amanda Pérez fue el corto de estreno más destacado que presentó la Escuela de Medios Audiovisuales de la ULA, con una búsqueda de cine sensorial que crea expectativas sobre sus próximos trabajos como realizadora. También llamaron la atención los cortos de la Escuela de Cine y Televisión de Caracas (Escinetv), por la calidad lograda con muy pocos recursos, basándose en las posibilidades expresivas del cine, como el montaje y la relación imagen-sonido. A la lista de promesas estudiantiles habría que añadir también a Mebil Rosales e Isaac Flores, del centro de formación fundado por María Cristina Capriles.
Lástima que se haya desaprovechado la presencia en Mérida de un invitado extranjero de la importancia de Ignacio Agüero. El documentalista chileno trajo una muestra de sus películas, pero sólo se exhibió Aquí se construye (2000), a la que se dio preferencia sobre su más reciente filme: El otro día (2013). Su actividad con los participantes en el festival se redujo a una conversación de aproximadamente una hora, después de la función.
También es lamentable que persistan las fallas en la organización, como problemas en los procedimientos más básicos, por ejemplo, regular la entrada a las salas, y retrasos injustificables en las funciones y otras actividades. Esos inconvenientes condujeron al desagradable espectáculo que dieron las actrices de El psiquiatra, filme de estreno de Manuel Pifano, que manifestaron en público su descontento con el director debido a la suspensión de la primera proyección, porque la película no llegó, y a que se hizo esperar hora y media para la segunda. Quizás haga falta enviar jóvenes profesionales a que hagan pasantías en festivales de otros países, para aprender a organizarlos mejor en Venezuela.

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