
biscoven2001@yahoo.fr Lo llamaba Maestro,
porque usted era un maestro, para mí, para todos los que le rodeaban, para
todos aquellos que lo frecuentaban, era la palabra que se requería… Nuestro
primer encuentro, y los que siguieron, tuvieron lugar en una oficinita creada
para la ocasión en un rincón del Servicio de Antropología de la Secretaría de
Educación. En el marco de mi maestría en Francés como Lengua Extranjera, me
exigían el aprendizaje de una lengua “desconocida”, desconocida desde todo
punto de vista: ni el francés, mi lengua materna, escondida durante años de
manera voluntaria en beneficio del español el cual domaba vorazmente desde que
descubrí los sonidos particulares del argentino, después los del maracucho, ni
la lengua oficial del país de donde provengo, el árabe, clásico o dialectal
marroquí, del cual confieso con vergüenza no conocer sino unas sesenta
palabras, ni el inglés, mi primera lengua extranjera, a descartar, así como el
alemán por las mismas razones… digamos que escolares, ni incluso el polaco, el
idioma de mi madre, a quien sonsacaría algunas nociones cuando estaba
disponible, bien, pero entonces ¿cuál? Como habitante de Venezuela desde hacía
muchos años, más exactamente de Maracaibo (al noroeste del país, cerca de la
frontera con Colombia) sentía mucha curiosidad por el pueblo wayuu, los indios
guajiros, primeros habitantes de la región, y ayudada por la afición a los
idiomas, decidí aprender su lengua, el wayuunaiki. Tarea complicada ésta; me
miraban como una extranjera lunática amiga de complicarse la vida, ¡qué clase
de idea la de aprender wayuunaiki! Dada la necesidad de encontrarse en posición
de estudiante, a objeto de comprender mejor los caminos difíciles, debía
encontrar un profesor para que me iniciara en el estudio de esta lengua durante
dos meses, plazo establecido para el aprendizaje. Por último, me recomendaron a
Miguel Ángel Jusayú. El nombre me sonaba vagamente…cuál no sería mi sorpresa al
descubrir que era el autor de unos de mis cuentos favoritos. La historia,
bellamente ilustrada, era el relato de un niño wayuu, un pastorcito que se
enfrenta por primera vez en su vida a la intrusión de un camión en su remanso
de paz. “No era ni una vaca, ni un caballo” se intitula este cuento maravilloso
que describe con acierto el terror 26 de este niño ante el monstruo mecánico, y
luego, la fascinación que poco a poco va sintiendo, la atracción que lo va
arrastrando hacia el espejismo de la ciudad. De alguna manera, es su
experiencia, Maestro, usted que soñaba con ser camionero al dejar atrás a su
Guajira natal, a sus rebaños, y al desembarcar en ese gran puerto de Maracaibo
a la edad de 12 años. Resulta sorprendente que sea usted el autor de ese cuento
autobiográfico, pero también el del “Diccionario sistemático de la Lengua
Guajira”, y de la “Morfología de la Lengua Guajira”. A decir verdad, sería
desconocer sus múltiples facetas, la del autodidacta que puede presumir de
haber recibido el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad del Zulia, y
la de “el Niño Shuá” de la película de Patricia Ortega que relata su historia,
era usted esa mezcla de sencillez enternecedora, de bon-vivant y de apasionado
¡de la gramática! Un narrador de cuentos incansable que tenía como propósito
hacer conocer su lengua, llevándola a la forma escrita, descifrándola para que
otros tuvieran acceso a ella. Usted trató, debo confesar que en vano, de que
compartiera su pasión por la gramática, con todo el ímpetu que demostraba al
momento de analizar las dificultades de la lengua, la pasión no fingida que le
invadía cuando se trataba de abordar la complejidad de la doble forma negativa,
las sutilidades de los futuros múltiples, o los innumerables sufijos cuyo
repertorio estaba estableciendo para publicar un estudio. El wayuunaiki es una
lengua aglutinante, y a pesar de recurrir sin cesar a todas las lenguas
conocidas, mis esfuerzos nunca se vieron recompensados por una producción digna
de este nombre. Sin embargo, estos encuentros me producían un infinito placer
ya que, pese a las numerosas trampas que hacían del aprendizaje de esta lengua
una verdadera batalla campal, y pese a la frustración que me embargaba, por
encima de todo vivía momentos mágicos cuando usted me hablaba de la Guajira, de
su infancia, de la enfermedad que lo dejó invidente muy joven, y de esa
“visión”, palabra que pronuncio sin ironía sino con profunda admiración, esa
visión tan personal que desde entonces tenía de las personas y de las cosas, de
los wayuu, y de los alijuna (los no wayuu), del mundo rural y del
descubrimiento de la ciudad bulliciosa. Era el momento de viajar, el de los
recuerdos por supuesto, el del niño Shuá, el de las comparaciones llenas de
sabiduría y de humor, ¡porque nunca le faltaba el buen humor! Esos viajes,
narrados con su tan particular timbre de voz, nasal y áspero a la vez,
sincopado como la misma lengua wayuunaiki, eran la ocasión para la transmisión
de una cultura de la cual se sentía particularmente orgulloso y de la cual daba
cuenta a través de imágenes extremadamente vivas, narrando escenas cotidianas
marcadas por el respeto a los ancianos, el papel preponderante de la mujer, la
ley del talión todavía vigente hoy en día. Recuerdo ese día cuando, apoyándose
una vez más en un aspecto gramatical, al momento de la explicación del masculino/femenino,
recalcó esa opción que ofrece el wayuunaiki de cambiar el género de una palabra
según la connotación que se le quiera dar: escogió usted el ejemplo de la
piedra “eka”, vocablo normalmente femenino, que podía revestirse de una emoción
particular pasándola al masculino, en Synergies Venezuela n° spécial - 2011 pp.
21-2727 Carta a Miguel Ángel Jusayú, el « Maestro » el caso de la piedra que
utilizaba la abuela para moler el grano…y ¡helo aquí partiendo a la descripción
de su abuela moliendo el maíz, de las mujeres del clan, de su vida cotidiana!
Eran esos paréntesis los que apreciaba, esas escapadas de la lengua hacia el
mundo de la Guajira, el amor por el desierto que ambos compartíamos, la
importancia de las tradiciones todavía muy vivas en su pueblo, ese inmenso
conocimiento que usted trataba de comunicar sin cesar a los demás para abriles
las puertas de su universo, y al mismo tiempo, su permanente alegría de vivir;
ese lado de buen muchacho, juguetón, muy inclinado a las bromas, riéndose de
los demás y de sí mismo, sin quejarse nunca de las limitaciones, al contrario,
superándolas con tenacidad y entusiasmo. Había que verle crear sus textos en
una vieja máquina de escribir con el ardor de un joven. ¡Usted era una lección
de vida! Un día me invitó usted a su casa, y cuando le pregunté a su sobrina
qué cosa le agradaría que le trajese, ella me respondió: “una piña, le encantan
las piñas”. ¡Es el olor de esa piña, el verlo comerla con tanto gusto, como si
fuera la primera vez, esa capacidad de asombro ante las cosas más sencillas, lo
que recuerdo de usted Maestro, y no, me temo, el borrador del estudio sobre los
350 sufijos de la lengua que tan gentilmente me regalara al final del curso! Ya
ve que no le rindo homenaje de manera solemne y pomposa, en la inauguración de
un evento cultural en su honor, o en el bautizo de alguna de sus numerosas
obras, aún cuando usted merezca todos esos gestos y escritos; es el maestro de
vida, es el narrador de cuentos el que me sigue inspirando hoy en día, mientras
que el viento sopla sobre el desierto de la península y flota en el aire un
cautivante olor a piña madura.